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Con este blog pretendo rellenar los huecos de este apartamento\"apartamiento" de hastío, absurdidad y diminutos espacios de imágenes, palabras y sonidos. Quizá este blog -como apartamento\"apartamiento" de espera de espacios vacíos- sólo gire en torno a una imágen de Stroszek subiéndose a un teleférico extranjero mientras su coche gira sin parar, mientras unos animales reales empiezan a bailar dentro de máquinas siguiendo simples melodías. Puede que Stroszek se monte en el teleférico para, simplemente, llegar al apartamento\"apartamiento" de C.C. Baxter y jugar una continua partida de cartas sólo, mientras Baxter espera en la cocina con una raqueta de tenis a que la pasta esté preparada. Quizá no. Puede que no; puede que sólo se quiera ir con su escopeta.
Éste es el blog como edificio. Lo demás irá apareciendo, y sólo será una prueba de reconocimiento de este espacio deshabitado, de este apartamento\"apartamiento" de cotidianeidad.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Ochocientos veintidós días

Nunca había pensado en colgar alguno de mis relatos o algunos de mis poemas en un blog. Es más, era contrario a ello. No me gustaba la idea de ver algo de lo que había escrito rodando de un sitio para otro, sin una firma que pusiera Rodrigo Simón. Sin embargo, ¿de qué vale eso? Por lo menos, hay una firma. La firma es mi recuerdo, es mi letra, es mi sentido, es mi caos. 
Este relato se llama Ochocientos veintidós días. Quizá fue mi primer relato, en el sentido de unidad, de simpatía hacia él. Además, fue vetado en el concurso de navidad de mi antiguo instituto, y eso siempre será un honor para mí. Espero que a alguien le guste:

OCHOCIENTOS VEINTIDÓS DÍAS
A Héctor


“El amor es una invención humana;
el amor, en la naturaleza, no existe”
André Gide

Han pasado varias horas; sin embargo, es ahora cuando el entierro se me hace insoportablemente real, y no por la muerte de mi vecino, uno de esos vecinos sexagenariamente burgueses —o burguesmente sexagenarios— que te recuerdan tu desencantada derrota con las ancianas falanges de sus dedos, malditamente victoriosas, ásperamente revisionarias y fascistas, y que llevan a cabo su sexual deseo, no puesto en práctica con sus menopáusicas esposas, con bellísimas putas melancólicas, sino por el mismo hecho de morirse.
Así, mientras observo, teniendo en la mano izquierda un cigarro de tabaco negro hecho por maravillosas manos negras y castristas en la isla de Cuba y secado al sol —o a la luna—, el cadáver de un coleóptero comedor de hojas verdes de árboles no caducifolios, poseedor de un progresivo componente corruptivo, que habita una de las esquinas inferiores de una de las paredes de la habitación, pintada de un blanco lleno de suciedad polvorientamente obscura, noto de nuevo ese recelo mortuorio; uno de esos recelos hondos que nos obligan a maldecir en algo, en alguien, y que, para muchos, cambian cada una de las cosas y cada uno de los hechos comunes de un individuo.
Sin embargo, me doy cuenta de que, a pesar de todo, los objetos siguen estando en su sitio habitual; me doy cuenta de que la muerte sólo cambia el estado del cuerpo –no hay nada más que cuerpo- de un ser normalmente vivo; pasa de estar formado por carne en estado pseudoperfecto a estar formado de carne sumamente podrida: las películas siguen ordenadas según mi última preferencia —«Cuento de verano» es el inicio—, los libros según el alfabeto del idioma nagortiano —«¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?» es el principio—, las botellas de alcohol destilado y las de alcohol fermentado según lo vacío de su contenido y las máquinas —en teoría hechas para-ayudarnos-en-nuestra-vida-diaria­– ordenadas según lo aleatorio del azar.
Ayer, cuando falleció el que hubo de ser mi vecino —la esquela lo llamaba Bensant— entré en su casa bajo una penumbra nimiamente traslúcida, después de que su mujer me abriera la mal engrasada puerta. Nada más entrar, entre los sollozos lacrimales de la viuda, vi el cuerpo inertemente pálido y rígido de Bensant. Su hijo —nunca he recordado su nombre— estaba echado sobre el sillón de la sala ardiente, donde estaba el cadáver, leyendo el Cloratopotasiano de Neville.
Me limité a un «lo siento» superficial, pues apenas me importaba la muerte de mi vecino, al que apenas conocía de nada; sólo de las odiosas reuniones de vecinos. El hijo me dio las gracias sin apenas levantarse del sillón. La madre, entre sollozos prácticamente inaudibles, me miraba con unos ojos rodeados de anteojos tintados, así como de ojeras obscuras y cansadas; sostenía, además, uno de esos folletos publicitarios innecesarios que mandan siempre por navidad los grandes almacenes.
Me despedí con un gesto breve antes de salir de la casa del que ha muerto, del cadáver, del difunto, funerariamente dispuesta por la mujer viuda y por el hijo huérfano como forma de ahorro de una cantidad excesiva de dinero pedida, exigida, reclamada por la funeraria «Vermis» de la calle Prigusto Ence de Nagorta, fundada por Carindo Bapal a mediados del siglo veinte; y al abandonarla, junto a un sonido como de perro aterido por el frío, escuché el sonido de un teléfono lejano.
Mientras por mis fosas nasales se introducía una contaminación amoníaca de producto de limpieza, con un cierto hedor a orina caliente, crucé el pasillo. Bajé los cuarenta y ocho escalones que hay hasta mi piso. El conjunto de la luz exterior y la luz interior, artificial y carboníferamente generada dentro de una bombilla de ahorro, dejaba ver una acumulación diogeneica de mierda en esquinas y suelos, pues las limpiadoras contratadas no aparecían desde el pasado nueve de abril; y las plantas, que intentan e intentaban vegetalizar el habitáculo, continuaban marchitándose progresivamente, pudriéndose de manera descontrolada.
Antes de llegar a mi puerta y sacar una de las ocho llaves de mi bolsillo izquierdo, correspondiente a la cerradura de mi casa, una persona sin género me pregunta si soy Bartol Cásbol. Yo le contesto que sí. La persona sin género me dice que mi mujer me devuelve «Corydon» —parecía no haberle gustado las tendencias homosexuales y pederastas del escritor— después de un silencio de cuarenta y nueve segundos, en el que los zumbidos de los mosquitos amartillaron mis oídos. Posó el libro sobre mis manos; pasado un tiempo, la persona sin género se dio la vuelta bruscamente y se marchó murmurando con voz semigrave —o semiaguda— palabras incoherentes, sin darme tiempo a no despedirme.
Entré en casa sorprendido, suspenso, y no hice más que quedarme mirando el espejo del zaguán. Después de ochocientos veintiún días sin saber nada de la que fue mi mujer me parecía extraño que la madre de mis –creo- dos hijos se hubiera acordado de mí por navidad.
Ahora, mientras mis pulmones se ennegrecen, ando pesadamente hacia mi escritorio. Abro la puerta y todo es obscuridad en él y subo las persianas y pienso en algo nítido y me muevo hacia la mesa y me agacho y abro el único cajón de esa mesa y saco varios papeles y una pluma y escribo en uno de ellos «Treinta y uno de diciembre. Ochocientos veintidós días.» y una de mis lágrimas cae sobre un objeto y saco, finalmente, una pistola.
En este momento sólo pienso en Ualra, en hacer disparar la pistola, en los tiempos en los que aún era feliz, en que me equivoqué al decir que me iba a morir de viejo.

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